De El Calvario a una escuela de Caracas pasando por Palestina
Suelo ir a El Calvario que está situado entre el Guarataro, el 23 de Enero y El Silencio. Contrariamente a su nombre, es un oasis de paz, belleza y naturaleza en el corazón popular de Caracas. En medio del caos y el humo, este parque recientemente rehabilitado es mi refugio para leer, estudiar y trabajar.
Allá estaba leyendo El Viaje del Escritor para preparar el guión del documental Fuego sobre el Mármara (nuestro particular calvario) cuando un cicilista alto, grande, y que no conozco, se dirige a mi. Me ofrece su celular y me dice: "alguien quiere hablar contigo". Una voz femenina me cuenta que su marido me ha visto y se le ha ocurrido llamarla para proponerle que me proponga que vaya a su escuela a contar mi experiencia en Palestina a los alumnos.
Tan tranquilo estaba yo en mi oasis. Pero la vida vive. Y nos llama. Dicho y hecho. ¿Qué puedo hacer o decir?
Dos días después. Miércoles 7,30 de la mañana. Escuela Bolivariana Armando Zuloaga Blanco. Ochocientos niños entonando el "Gloria al bravo pueblo, que el yugo lanzó", el himno de Venezuela. Yo con un micrófono. Cientos de caritas de todas las razas imaginables y con miradas de sorpresa, curiosidad e inocencia. No sé porqué pero estoy más nervioso que ante los comandos israelíes descendiendo sobre el Mavi Mármara. Les hablo brevemente y les hablo sobre el periodismo, sobre encontrar historias, sobre la solidaridad, los palestinos y los damnificados por las lluvias en Caracas. No sé si me entienden muy bien, pero sí parece que quieren sabe más.
Resulta que hace dos años esta escuela realizó un acto de solidaridad con Palestina y sus alumnos y profesores colaboraron en enviar mensajes y ayuda en varios aviones que Venezuela envío a Gaza durante la guerra. Además, una de sus alumnas es de origen libanés y también vivieron y comprendieron el sufrimiento de los libaneses y su guerra.
A veces en Caracas uno pierde la esperanza, rodeado por tanta locura, violencia y confusión. Pero en esta escuela uno ve donde radica el secreto de Venezuela y su complejos cambios. Aquí, lejos del ruido y la furia, unos niños se educan en unos valores humanistas y latinoamericanos. Y aquí sus maestros y maestras se esfuerzan en enseñarles las maravillas de su país y de un mundo infinito con el que se ilusionen y aprendan a caminar. En esta escuela, discreta y humildemente están también esas madres abnegadas que atienden la cocina y les preparan su arroz, sus bollitos, sus naranjas, su papelón, su jugo de tamarindo y su sopa de verduras. Cada día. Siempre. Ese es el secreto de Venezuela. Además de petróleo, sépanlo, existen muchas, muchísimas, personas que nadie conoce y que son las que mueven en silencio esta nación.
Y en esta escuela les proyectamos a una marea de chamos y chamas unos pequeños videos que se titulan Las cebras de Gaza (esta es otra historia). En ellos se visualiza Palestina, el muro de separación y como los pescadores y agricultores son atacados por los soldados israelíes solo por tratar de sobrevivir. Pero en medio de esa tristeza se ven también las sonrisas de los niños y niñas palestinas. El tesoro de las madres y padres palestinos.
Y yo pensaba que tenía que volver a casa, a terminar mi guión. Pero querían más y más. Cada vez aparecían más niños y niñas. Y volvíamos a proyectar los videos y explicar la experiencia. Dándoles ejemplos cercanos como el de los colombianos que también tienen que huir de su país por la guerra y vienen a Venezuela (podrían ser cinco millones de colombianos exiliados en Venezuela). O de cómo se ayuda a los palestinos de la misma manera que se ayuda a los venezolanos que han perdido todo por las lluvias. Hoy por ti, mañana por mi. Y eso me incluye a mi.
Y claro, se hizo la hora de almorzar. Y fuimos a comer al comedor con los cientos de niñitos mirándonme curiosos. Pero ¡Sorpresa! ¡Acá quien come trabaja! Al almuerzo invita la casa, pero por favor una pequeña colaboración: corte y prepare las naranjas del postre para los alumnos. Menos mal que solo son ochocientos... Con Vladimir, el camarógrafo ciclista, y su esposa y maestra, Lisset, me pongo a cortar en cuatro partes, sin separarlas del todo, las naranjas. Mientras corto y corto, pienso que las naranjas venezolanas son verdes y amarillas. Mis naranjas, las valencianas del mediterráneo, son naranjas de color naranja. En lo que son iguales es que ambas son dulces, ácidas y frescas. Y sus árboles huelen al mismo azahar.
Terminamos de comer y llega una nueva sorpresa: resulta que los ochocientos niños están dibujando las impresiones que les dejaron las palabras y las imágenes. Y resulta que vamos clase por clase y los alumnos me van entregando sus dibujos y sus mensajes para los niños palestinos. ¡Y me entero que se me ha otorgado la misión de entregarlos en persona! ¿Qué voy a hacer? Uno no elige la vida parece ser, la vida lo elige a uno... Dicho y hecho pues, así es Venezuela, no la he inventado yo. De esta manera, ochocientos niños de la Escuela bolivariana Armando Zuloaga Blanco me encomiendan sus obritas de arte y amor para que por aire, mar o tierra se las lleve a los niños de Gaza, Belén, Jerusalén y Hebrón. ¿Cómo haré?
Hemos pasado sorprendentemente ocho horas dentro de la escuela y me despido de los ochocientos niños que me chocan sus manitas y me abruman de sonrisas y colores. Me invitan a una chicha de arroz con canela al salir. Agarramos una camionetica a San Martín. Vladimir y Lisset se bajan al inicio de la avenida. Yo sigo de vuelta al Guarataro.
Bajo en la iglesia de Palo Grande. Y con unos enormes sobres llenos de dibujos de los niños de Caracas para los niños de Palestina, subo hacia mi casa.
Y así se vive otro día más en Venezuela.
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